miércoles, octubre 06, 2010

Treinta para quince





A ti, joven de treinta años que no dejas de soñar, que no rehúyes a la imaginación, que a pesar de la rutina de la responsabilidad sabes aderezar la vida con sorpresas inesperadas, que no pierdes la confianza en el mañana. A ti, que guardas con celo una parte de tu infancia en tus recuerdos, que gustas de revivirla cuando la ocasión es propicia, que todavía eres capaz de sonreír por nada en concreto. A ti, que te enfrentas a cada día como si fuese el primero, que no te dejas influenciar por quien desea nublar tus horas, que has puesto freno a la melancolía con un muro de optimismo.

A ti, que de todo eres capaz de sacar un mensaje positivo, que al caerte al suelo te sacudes el polvo y continúas andando, que aplicas con la emoción de un niño la sabiduría de la madurez. A ti, joven de treinta para quince: no dejes nunca de soñar. Así tus primaveras serán largas, tus veranos felices y tus inviernos muy cortos.

Y a ti, joven de treinta años, que te atrincheras en las desgracias, que continuas utilizando argumentos pueriles, vacíos, absurdos, los mismos que blandías en el isntituto. A ti, que acostumbras a culpar de tus desdichas a todos los demás. Al novio, porque se fue con otra. Al empresario, por no contratarte. A tus amigos, por no entenderte. La culpa nunca es tuya. No pudiste haber cambiado, no encontraste en ti nada que mejorar. A ti, que prefieres hacerte la víctima (porque hacerse la víctima está claramente de moda, sobre todo en Facebook) y airear tu vida personal con poéticos, aunque muy evidentes, Nicks y mensajes en tu muro. A ti, que encuentras consuelo en los aluviones de palabras de ánimo que te transmiten supuestos amigos a los que no importas lo bastante como para darte un abrazo, en lugar de un cariñoso pero frío consejo a través de Internet.

A ti, que no has sabido superarte, reinventarte, adaptarte al camino que cambiaba frente a ti. Que en lugar de reemplazar tus zapatillas por aletas cuando el monte se transformó en mar preferiste quedarte en la orilla llorando, viendo cómo todos los demás cruzaban.

A ti, joven de treinta para quince: madura un poquito, por favor.

sábado, julio 24, 2010

Momentos en los que sentimos deseos de gritar: "¡¡¡¡NNNNOOOOOOOO!!!!"




Son los momentos espeluznantes de esta sencilla vida, instantes en los que el famoso "Tierra, trágame" se queda corto. Todos hemos sido los humillados protagonistas de esas escenas en las que la única salvación es hacer acopio de valor y tomarnos con humor lo ocurrido para poder salvar la poca dignidad que nos queda.

Es entonces cuando soñamos con poseer esos milagrosos aparatitos de los que hacen gala en la película "Men in Black", para borrar la memoria de todo bicho viviente que haya presenciado nuestra vergüenza.

Pero esos aparatitos no existen, ni tampoco las varitas de Harry Potter, ni las pociones de pérdida de memoria. Forman parte de la publicidad engañosa de Hollywood. Como las cremas de reducción de celulitis, o los geles limpiadores que eliminan espinillas en tres días (algo indemostrable, porque no conozco ningún adolescente capaz de soportar tres días una espinilla sin quitársela)

Existen varios ejemplos sobre situaciones en las que sentimos deseos de gritar "¡¡¡NNNOOOOOO!!!". Por ejemplo, cuando escribes un mail a un amigo hablando sobre un tercero, y de tanto pensar en ello tu cerebro te juega una mala pasada, haciendo que pongas el nombre del susodicho en el destinatario, cosa que descubres sólo mientras tu dedo está pulsando el botón "Enviar".

Otro caso muy común es haer una entrada magistral en una fiesta, con la cabeza bien alta, el vestido impecable, la sonrisa pintada en la cara, y tropezar con el primer escalon que te encuentras, sólo cinco segundos después de tu aparición estelar. Como los tacones suelen ser normalmente los culpables de dicha "performance", es de suponer que esto suele ocurrirle sólo a las mujeres, y por lo tanto puede ir acompañado de:

1- Que la falda se levante gracias a la caída y le enseñes tus bragas a todo el mundo.

2- Que tu bolso se abra, y 20 personas se enteren del tamaño de tampax que utilizas mientras te ayudan a recogerlo todo.

3- Un tobillo roto.


Personalmente, también sentí deseos de decir "¡Nooooo!", cuando mi mejor amiga me confesó que era fan de la saga Crepúsculo y puso la banda sonora como tono en su móvil. Pero eso es otra historia.

He sido testigos de No's desesperados cuando el lunes a las nueve menos cuarto de la mañana alguien descubre que la máquina de café se ha estropeado, augurando caras largas y trabajadores durmiendo sobre sus teclados. La marca del "Bloq Mayús" en la frente resulta muy poco favorecedora.

Pero puede darse una situación mucho, muchísimo peor. Una perfecta combinación que te hace sentir el "Screech Powers" del mundo. Esta receta del desastre se compone de tres ingredientes esenciales: una oficina en hora punta, ser el nuevo y.... chilli con carne.

Porque de todas las comidas que uno puede llevarse al trabajo para comer con tus compañeros, rodeados de las otras treinta personas que caben en el comedor, el chilli es quizá la más peligrosa, no sólo por su delicada consistencia o su facilidad para mancharte, si no por su parecido con la caca cuando no lleva suficiente tomate.

Y cuando sólo llevas dos semanas trabajando en un lugar donde TODOS SE CONOCEN (a pesar de ser unos 250) y estás sentando las bases de cómo se te reconocerá a partir de entonces y hasta que te marches, de ninguna manera deseas ser "la chica que llevaba una mancha marrón con tropezones en el pantalón".

Ah, pero la providencia es cruel, y se divierte a nuestra costa aliándose con unos reflejos que distan mucho de ser los de un felino. Así que mientras ves cómo accidentalmente el cuenco se vuelca, y la comida empieza a descender el pegotes hacia tus pantalones color beige, ¿qué haces?

Pues, sencillamente, cerrar los ojos, cubrirte la cara con las manos y negar la realidad al desesperado grito de "¡¡¡¡NNNNNOOOOOOO!!!!"

Porque en ocasiones como esa, "Tierra, trágame" no es suficiente.

martes, mayo 11, 2010

Pájaros Rojos


Hay dolores que han perdido
la memoria y no recuerdan
que son dolores.

Tenemos un mundo para cada uno
pero no tenemos un mundo para todos


Esto es un homenaje, uno pequeño y humilde, pero el mejor que podía llevar a cabo. Esto es un homenaje a Graciela.

Sólo hace dos días que la conocí, y sin embargo no he podido dejar de pensar en ella durante mis ratos libres. Fue el pasado domingo, lluvioso y gris, cuando en la reunión T. apareció con sus obras completas de poesía bajo el brazo. Era la hermana de un compañero suyo, profesor de la Universidad. Una hermana secuestrada y asesinada, como muchas otras en la terrible dictadura que sufrió Argentina en los años setenta.

Mentiría si dijera que sus poemas no dejaron mi espíritu invadido por una profunda tristeza. No es que el hecho me pillara por sorpresa: aunque vagamente, conozco lo ocurrido en aquél lugar que los primeros exploradores llamaron Sierra de la Plata. No fue el desconocimiento lo que tiñó mi domingo de melancolía. Fue el poner un nombre, uno sólo, a ese número indecentemente elevado de desaparecidos. Porque parece que no somos capaces de comprender los hechos hasta que el número no se convierte en una persona.

El príncipe azul me convenció para tomar un café por la tarde, con la esperanza de animarme, y así pasó treinta minutos sentado frente a mí, en silencio, permitiéndome pensar. Permanecí con la mirada fija en el té con leche y rodeada del ruido de conversaciones que lanzaban a mis oídos palabras sueltas.

Finalmente, levanté la vista y le confesé mi impotencia. ¿Cómo es posible que no pueda hacer nada, nada, por la memoria de esa muchacha? Me siento en deuda, al fin y al cabo, por tener una vida tan afortunada, cuando otros han corrido una suerte bien distinta. Entonces el príncipe azul me miró, y me dio la respuesta más sabia que podría haber esperado.

- Sí puedes hacer algo. Puedes estudiar. Puedes aprender qué pasó realmente, para contárselo a todo el mundo, y asegurarte de que no olviden jamás que hace menos de treinta años hubo una dictadura en Argentina.

Y tiene razón, toda la del mundo. Porque el olvido es un fiel compañero de la reincidencia, y nada hay más peligroso que la ignorancia. Sólo el conocimiento nos salvará de consentir las mismas atrocidades y tropezar con las mismas piedras. Treinta años no son tantos. El año en que yo nací, terminó la dictadura en Argentina. ¡El año en que yo nací!

Y aquí estoy, escribiendo este homenaje a Graciela, con su obra completa a mi lado en la mesa. Obra que fue encontrada por su familia en su piso destrozado, y posteriormente publicada. Una obra que no ocupa más de 80 páginas. Pero hay que perdonarla: apenas contaba con 20 años cuando fue asesinada.

Queda este post como testigo de su existencia, con la esperanza de que todos aquellos que lo leáis no os olvidéis nunca de Graciela ni de Argentina. Y no permitamos que vuelva a ocurrir nada semejante.

Y como despedida, un regalo: el poema que da nombre al libro, "Pájaros rojos".


Pintaba pájaros rojos
rodeados de fuego
que buscaban cielos azules
los cielos, lejos...

Pintaba pájaros rojos
que se parten en el cielo,
y él se partía con ellos,
que juegan con el tiempo,
y él jugaba con ellos.

Pintaba pájaros rojos
rodeados de fuego
que buscaban cielos azules,
primaveras
y él buscaba con ellos.
Ayer,
el viento se los llevó bailando,
lejos,
ellos no fueron.

Hoy sobre las baldosas
muchos pájaros rojos
buscan cielos azules
rodeados de fuego.

Graciela Pernas Martino

miércoles, febrero 24, 2010

“Sum Fortis” (ser fuertes)



(Una historial "real", basada en hechos "reales")

Yo, una esclava, una ilota, quizá la pieza menos importante de esta ciudad, fui elegida para ser escudera, para compartir penas, alegrías, fracasos y victorias con la élite del ejército de Esparta: los 300 Iguales de Leónidas.

Y a pesar de llamarse Iguales, eran todos distintos. Algunos soldados eran jóvenes, aunque bien entrenados, y después estaban los guerreros más experimentados, con almas forjadas en mil batallas. Los había más metódicos, y menos ordenados, más dados a la risa y de semblante serio, pero compartían un sentimiento único de resistencia, de lucha, de supervivencia.

El enemigo persa avanzaba sin descanso hacia nuestras soleadas tierras, al mismo tiempo que dirigíamos nuestros pasos a las Termópilas, el lugar que habíamos elegido para combatir, vivir o morir por Esparta. Algunos de nosotros no volveríamos. Otros volverían, pero siendo distintos. Unos pocos puede que tuvieran la posibilidad de escapar y continuar siendo soldados en países lejanos. Todo estaba por decidir.

Como escudera, mi labor consistía en servir a los Iguales, pero al contrario de lo que pudiera esperarse, su trato conmigo no fue excluyente. Al cabo de no mucho tiempo era una más en la compañía. “Aprende todo lo que puedas aquí”, me dijeron al llegar, “Y tu viaje no habrá sido en vano”.

Y puedo afirmar, sonriente, que así lo hice. De hecho, aprendí algo de cada uno de ellos, ya fuera porque ellos me lo explicaban o porque yo les observaba. Aprendí que las apariencias engañan. Que debo ser valiente cuando llegue el momento. Que la risa no está reñida con el buen desempeño de las labores. Que cuando me ordenen afilar un xifos, debo aprovechar para aprender a utilizarlo también.

Una noche mientras descansábamos al amparo de las estrellas tintineantes y los ojos de los dioses, una de las pocas mujeres espartanas que habían marchado con nosotros se acercó a mí. Me dijo que aunque el tiempo se me agotaba (pues se había decidido que ningún escudero quedara con los 300 cuando entraran en combate) debía sentirme orgullosa de haber podido aprender de los Iguales.

- Porque – me dijo – ésta es una tropa especial, formada por guerreros muy antiguos. Algunos de ellos incluso ya no recuerda cuando empuñaron por primera vez una lanza, o cuál fue la primera ocasión en que durmieron al raso, con su capa escarlata como único abrigo contra el frío invernal. No todos los escuderos tienen la oportunidad de formarse con un ejército tan experimentado. – Y señalando al oscuro firmamento, añadió – Aprovecha la ocasión, pues son únicos, como las estrellas del cielo.

Confío en haber cumplido esa promesa. Pienso en ello mientras vuelvo sobre mis pasos, de regreso a casa, levantando la vista hacia las luces de la noche, acompañada de la otra escudera, que comparte mi camino. Me llevo conocimientos y un puñado de buenos recuerdos, y atrás quedan los Iguales de Esparta, esperando con los escudos levantados al enemigo que se cierne como una sombra sobre Grecia.

Pero no temo por ellos, ni por mí. Porque son fuertes. Somos fuertes.